jueves, 8 de marzo de 2012

Cómo los ricos destruyen el planeta

"Es necesario comprender que crisis ecológica y crisis social son las dos caras de un mismo desastre. Y que ese desastre está causado por un sistema de poder que no tiene otro fin más que preservar los privilegios de las clases dirigentes".

Comment les riches détruisent la planète. Editions du Seuil, 2007

Extractos de la edición en castellano :
Cómo los ricos destruyen el planeta. Editorial Clave Intelectual, 2011.



Los escenarios de la catástrofe
Hemos entrado en un estado de crisis ecológica prolongada y planetaria que debería traducirse en un derrumbe próximo del sistema económico mundial. Los posibles detonantes podrían activarse en la economía, para llegar a la saturación y chocar contra los límites de la biosfera. También es posible que no se produzca un choque brutal, sino que prosiga la degradación en curso, en la que los pueblos se acostumbrarían, como por envenenamiento gradual, al desamparo social y ecológico. Es asombroso observar lo poco que nos sorprenden estos escenarios. Podemos imaginar la forma que tomará la catástrofe porque estamos comenzando a experimentarla en pequeña escala. No obstante, lo más asombroso es que el espectáculo ya se repite ante nuestras narices, que los signos se multiplican con mucha insistencia y que nuestras sociedades no hacen nada. Ya que nadie puede creer seriamente que la celebración del “desarrollo sostenible” pueda desviar siquiera el curso de las cosas.  El “desarrollo sostenible” es un arma semántica para deshacerse de la mala palabra “ecología”; tiene como única función la de mantener las ganancias y evitar el cambio de hábitos, modificando apenas el rumbo.
La pregunta central
Si todo está claro, ¿por qué el sistema es obstinadamente incapaz de cambiar? Hay varias respuestas posibles.
Una respuesta implícita en la opinión común es que, en el fondo, la situación no es tan grave. Una variante reconoce la seriedad del problema, pero afirma que podremos adaptarnos espontáneamente, con la ayuda de las nuevas tecnologías. A la hora de minimizar la importancia de la situación entran en juego tres factores. Por un lado, el enfoque dominante para explicar el mundo es el de la representación económica de las cosas. Son la evolución del PIB y del comercio internacional los que definen una aparente prosperidad. Por otro lado, las élites dirigentes son incultas, son ignorantes en ciencias y carecen de la más mínima noción de ecología. Hay un tercer factor: el modo de vida de las clases ricas les impide percibir lo que las rodea. En los países desarrollados, la mayoría de la población vive en ciudades, aislada del medio ambiente y protegida por las estructuras de gestión colectiva que consiguen amortiguar los golpes cuando no son demasiado violentos.
También podemos pensar que nada cambia porque  el capitalismo se ha visto fortalecido por el derrumbe de la Unión Soviética y la irrupción de la microinformática y las técnicas digitales. El socialismo, fundado en el materialismo y la ideología del progreso del siglo XIX, no ha sido capaz de integrar la crítica ecologista. De esta manera, queda el campo abierto para una visión unívoca del mundo.
Pero ninguna de estas respuestas es suficiente. Si nada cambia, cuando estamos entrando en una crisis ecológica de una gravedad histórica, es porque los poderosos de este mundo así lo quieren.
La invisible frontera de la nueva nomenklatura
Es tiempo de describir las sociedades oligárquicas de la humanidad globalizada de comienzos del siglo XXI.
En la cima una casta de megarricos. Algunas decenas de miles de personas o familias.
Nadan en un medio mucho más vasto, que podríamos llamar la nomenklatura capitalista: la clase superior, menos rica que los megarricos aunque muy opulenta, los obedece o, al menos, los respeta. Junto con ellos, sujeta las palancas del poder político y económico de la sociedad mundial. La nomenklatura capitalista adopta los cánones del consumo suntuario de los megarricos y los difunde hacia las clases medias, que los reproducen según la escala de sus posibilidades, imitadas a su vez por las clases populares y pobres.
La oligarquía está compuesta por los megarricos y la nomenklatura. Allí organizan una desmedida explotación de la riqueza colectiva. Controlando sólidamente las palancas del poder, se cierran a la clase media, cuyos retoños ya no logran integrar la casta sino con dificultad.
Esta clase media constituye un sector cada vez más débil de la sociedad, cuando antaño era el centro de gravedad del capitalismo social, cuya corta edad de oro se centra en la década de 1960. Incluso, ve abrirse la frontera, hasta entonces cerrada, con el mundo de los pequeños empleados y los obreros. Éstos, del mismo modo, pierden la esperanza de penetrar en las clases medias. Por el contrario, la precarización de los empleos, el debilitamiento que busca la oligarquía de los marcos de la solidaridad colectiva, el costo de los estudios les hacen entrever el descenso hacia aquellos de quienes se creían separados: la masa de pobres.
El crecimiento no es la solución
¿Por qué las características actuales de la clase dirigente mundial son el factor esencial de la crisis ecológica? Porque ésta se opone a los cambios radicales que habría que realizar para impedir la agravación de dicha crisis.
¿Cómo? Indirectamente, por el estatus de su consumo: su modelo atrae hacia arriba el consumo general, empujando a los demás a imitarla. Directamente, por el control del poder económico y político, que le permita mantener esta desigualdad.
Para evitar su cuestionamiento, la oligarquía repite machaconamente la idea de que la solución a la crisis social es el crecimiento de la producción. Ésta sería la única forma de luchar contra la pobreza y la desocupación. Pero este mecanismo ya no funciona. Según el economista Thomas Piketty, “la constatación, en la década de 1980, de que la desigualdad había comenzado a aumentar nuevamente en los países occidentales desde los años 1970 dio el golpe mortal a la idea de la existencia de una curva que vinculara inexorablemente desarrollo y desigualdad”. El crecimiento, por otra parte, no crea suficientes empleos. La teoría de los mercados afirma que el crecimiento genera riqueza, que se distribuye mediante la creación de empleos, que a su vez alimentan el consumo, lo que genera inversiones nuevas y, por tanto, el ciclo de producción. Pero a partir del momento en que el vínculo entre crecimiento y empleo se quiebra, este círculo virtuoso deja de funcionar como debería.
Una urgencia: reducir el consumo de los ricos
¿El crecimiento reduce la desigualdad? No, como han observado los economistas en la última década. ¿Reduce la pobreza? En la estructura social actual, sólo lo hace cuando ésta alcanza niveles insoportables de forma prolongada, como en China, donde incluso ese progreso está alcanzando sus límites. ¿Mejora la situación ecológica? No, la agrava.
La búsqueda del crecimiento material es, para la oligarquía, la única forma de hacer que las sociedades acepten desigualdades extremas sin cuestionarlas. El crecimiento crea, en efecto, un excedente aparente de riquezas que permite lubricar el sistema sin modificar su estructura.
¿Cuál podría ser la solución para salir de la trampa mortal en la que nos ha encerrado la “clase ociosa”, para retomar el término de Veblen? Detener el crecimiento material. ¿Cómo hacerlo? No es cuestión de reducir el consumo material de los más pobres, es decir, de la mayoría de los habitantes de los países del Sur y una parte de los habitantes de los países ricos. Por el contrario, si queremos ser justos, hay que aumentarlo. ¿Quién consume hoy más productos materiales? ¿Los megarricos? No únicamente. En forma individual, no cabe duda, derrochan en exceso, pero colectivamente no tienen tanto peso. ¿La oligarquía? Sí, pero aún no basta con eso. América del Norte, Europa y Japón cuentan con mil millones de habitantes, es decir, menos del 20% de la población mundial, y consumen aproximadamente el 80% de la riqueza mundial. Es necesario que esos mil millones de personas reduzcan su consumo material. Pero la única forma de aceptar consumir menos material y energía es que el consumo material –por lo tanto, la renta- de la oligarquía se reduzca severamente, En sí, por razones de equidad y, más aún, siguiendo la lección de Veblen, para cambiar los estándares culturales del consumo ostensible. Ya que como la clase ociosa establece el modelo de consumo de la sociedad, si su nivel se reduce, se reducirá el nivel general de consumo. Consumiremos menos, el planeta estará mejor y estaremos menos frustrados por la falta de lo que no tenemos.
La democracia en peligro
Si la relación de fuerzas no permite imponer esta evolución a los poderosos, éstos intentarán mantener sus excesivos privilegios por la fuerza, aprovechando el debilitamiento de la democracia (la coartada del terrorismo, los nuevos organismo de seguridad, la criminalizació de la oposición política, el control social y la vigilancia integral, el debilitamiento moral de los medios de comunicación, el conformismo generalizado) y alegando las medidas de fuerza necesarias. La astucia de la historia sería, incluso, que un poder autoritario se jacte de la necesidad ecológica para hacer que se acepte la restricción de la desigualdad. La gestión de las epidemias, los accidentes nucleares, los focos de contaminación, la “gestión” de los emigrados por la crisis climática son algunos de los motivos que facilitarían la restricción de las libertades.
¿Cuáles son los principales obstáculos para lograr una sociedad sobria y equitativa?
En primer lugar, las ideas preconcebidas. La más poderosa es la creencia en el crecimiento como única posibilidad de resolver los problemas sociales. La segunda, creer que el progreso tecnológico resolverá los problemas ecológicos. La tercera es la fatalidad del desempleo y está estrechamente ligada a las dos anteriores. El desempleo se ha convertido en una noción ampliamente construida por el capitalismo, para el cual es el medio más eficaz para, dentro de ciertos límites, asegurarse la docilidad popular y el bajo nivel de los salarios. Pero es todo lo contrario, la transferencia de las riquezas de la oligarquía hacia los servicios públicos, un sistema impositivo que pesa más sobre la contaminación y sobre el capital que sobre el trabajo, las políticas agrarias activas en los países del Sur y la búsqueda de la eficacia energética son inmensas fuentes de empleos. Un cuarto lugar común asocia a Europa con América del Norte en una comunidad de naciones. Pero sus caminos han divergido, hay que separar a Europa de la gran potencia y acercarla al Sur.

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